Arthur y los Minimoys Capítulo I

Arthur y los Minimoys
Autor: Luc Besson
Traducción : Laura Paredes
Primer Capítulo
© 2005, Ediciones B, S. A.,
en español para todo el mundo
Bailen, 84 - 08009 Barcelona (España)
www. edicionesb.com
                                                                  
Capítulo I

 El campo, ondulado y verde como de costumbre, sucumbía bajo un sol abrasador. Un cielo azul lo protegía con unas nubecillas de algodón dispuestas a ejercer de salvadoras.


El campo estaba hermoso, como todas las mañanas de esas largas vacaciones de verano que hasta los pájaros parecían aprovechar perezosamente.
En el hermoso paisaje nada permitía presagiar la formidable aventura que iba a empezar.


En medio del valle, junto al río, hay un jardín y una extraña casa. De estilo vagamente colonial, es toda de madera con un largo porche. A un lado hay un espacioso garaje que sirve más bien de taller y que tiene adosada una gran cisterna de madera.


Un poco más lejos, un viejo molino de viento domina el jardín, como un faro erguido en la costa. Parece girar un poco para agradar a la vista. Hay que decir que en este rinconcito de paraíso, incluso el viento sopla agradablemente.
Sin embargo, lo que se dispone a invadir esta casa apacible será un soplo de terror.


La puerta de entrada estalla literalmente y una señora bastante gruesa toma posesión de la escalinata.
—¿Arturo? —llama a voz en grito.
La abuela ya ha cumplido los sesenta. Es más bien rolliza, aunque su bonito vestido negro, ribeteado de encaje, pretenda disimular sus redondeces.
Termina de ponerse los guantes, se ajusta el sombrero y toca la campana con energía.
—¡Arturo! —brama otra vez, sin obtener tampoco respuesta.
»¿Dónde se habrá metido? ¿Y el perro? ¿También ha desaparecido?... ¡Alfred!
La abuela ruge como una tormenta lejana. No le gusta llegar tarde.
Da media vuelta y entra de nuevo en la casa.


El interior está decorado con sobriedad, pero con gusto. El suelo de madera está bien encerado y los tapetitos de encaje han invadido todos los muebles, como la hiedra se apodera de los muros.


La abuela se pone las zapatillas sobre el calzado para no rayar la madera del entarimado y cruza el salón.
—«¡Es un excelente perro guardián, ya lo verá!» —refunfuña—. ¿Cómo me he dejado engañar de este modo?
Llega a la escalera que conduce a las habitaciones.
—¡Me gustaría saber qué porras vigila ese perro! ¡Pero si nunca está en casa! ¡Como Arturo! ¡Es que no paran quietos! —gruñe, abriendo la puerta de un dormitorio. Salta a la vista que es la habitación de Arturo.
Está bastante ordenado para tratarse del cuarto de un niño, pero la tarea parece fácil, ya que apenas hay juguetes, salvo unos cuantos de madera que parecen antiguos.
—¿Crees que les importa que su pobre abuela ande corriendo tras ellos todo el día? ¡Qué va! —se queja mientras se acerca al extremo del pasillo—. No pido nada del otro mundo. Sólo que se esté quieto cinco minutos. Como todos los niños de su edad —dice levantando los ojos hacia el cielo, y entonces se detiene de golpe. Ha tenido una idea. Aguza el oído: la casa está extrañamente silenciosa.
La abuela se pone a hablar en voz baja.
—Cinco minutos de calma... ¿Dónde podría jugar tranquilamente... en un rincón... sin hacer ruido...? —murmura mientras avanza por el pasillo.
Se acerca a la última puerta, donde hay una placa de madera: «Prohibida la entrada.»
Abre despacio la puerta para sorprender a cualquier posible intruso.
Por desgracia, la puerta la traiciona con un chirrido tenue pero socarrón.
La abuela esboza una mueca, de modo que se diría que el chirrido le sale de la boca.
Asoma la cabeza a la habitación prohibida.


Se trata de un desván dispuesto como una oficina inmensa, una mezcla de mercadillo alegre y de taller de profesor chiflado. A un lado y otro de la oficina, una gran biblioteca rebosante de libros viejos encuadernados en piel. Encima, una bandera de seda decora el mueble y nos plantea un enigma: «Las palabras a menudo esconden otras.»
Al parecer nuestro sabio es también un filósofo.


La abuela avanza despacio entre los objetos, de estilo claramente africano. Por todas partes hay lanzas que parecen haber crecido del suelo como cañas. Una colección soberbia de máscaras africanas cuelga de la pared. Son magníficas, excepto... que falta una. Un clavo destaca solitario en medio de la pared.
Éste es el primer indicio que encuentra la abuela. Ahora sólo tiene que seguir los ronquidos, que cada vez se oyen más fuerte.


La abuela avanza un poco más y descubre a Arturo tumbado en el suelo, con la máscara africana puesta, lo que amplifica sus ronquidos.
Por supuesto, Alfred está acostado a su lado y lleva el compás dando golpecitos con la cola sobre la máscara de madera.
La abuela no puede evitar sonreír ante esta conmovedora escena.
—¡Al menos podrías contestar cuando te llamo! ¡Hace una hora que ando buscándote! —murmura al perro para no despertar a Arturo con excesiva brusquedad. Alfred se muestra compungido.
»Oh, no pongas carita de pena. Sabes muy bien que no quiero que vengas a la habitación del abuelo y toques sus cosas —añade con firmeza antes de apartar con cuidado la máscara de la cara de Arturo.
Su cabecita de ángel travieso aparece bajo la luz. La abuela se derrite como la nieve al sol. Es cierto que, cuando duerme, ese chiquillo lleno de pecas y desgreñado está para comérselo a besos. Y es muy bonito ver cómo descansa la inocencia, con cuánta despreocupación se abandona un chiquillo.
La abuela suspira de felicidad ante este angelito que llena su vida.
Alfred gime un poco, seguro que de celos.
—¡Ya está bien, hombre! Más vale que desaparezcas durante un rato —le advierte la abuela. Alfred parece entender el consejo.
La abuela acaricia la cara del niño.
—¿Arturo? —murmura con cariño, pero los ronquidos no remiten.
Levanta la voz.
—¡Arturo! —grita en la habitación, que le devuelve el eco. El chiquillo se endereza sobresaltado, con la ropa hecha un guiñapo.
—¡Socorro! ¡Un ataque! ¡A mí, los hombres! ¿Alfred? ¡Formad el círculo! —balbucea medio dormido. La abuela lo sujeta enérgicamente.
—¡Tranquilo, Arturo! Soy yo. Soy la abuela —le repite varias veces. Arturo se despierta del todo y parece comprender dónde está y, sobre todo, quién le habla.
—Perdona, abuela... Estaba en África.
—Ya veo —le responde ella, sonriendo—. ¿Has tenido buen viaje?
—¡Formidable! Estaba con el abuelo en una tribu africana. Eran amigos.
La abuela asiente y se presta al juego.
—Estábamos rodeados por decenas de fieros leones que habían salido de la nada.
—¡Oh, Dios mío! ¿Y qué has hecho para escapar de semejante situación? —se muestra (falsamente) inquieta la abuela.
—Yo, nada —responde con modestia—. El abuelo lo ha hecho todo. Ha desplegado una tela enorme y la ha tendido en medio de la sabana.
—¿Una tela? ¿Qué tela? —pregunta la abuela.


Arturo ya se ha incorporado y se sube a una caja para alcanzar el estante que le interesa.
Agarra un libro y lo abre rápidamente por la página deseada.
—Ahí. ¿Lo ves? Ha pintado un lienzo y lo ha colocado formando un círculo. Así, los animales salvajes dan vueltas y son incapaces de encontrarnos. Es como si fuéramos... invisibles —afirma con satisfacción.
—¡Invisibles, pero no inodoros! —replica la abuela.
Arturo finge que no la ha entendido.
—¿Te has duchado esta mañana? —añade la buena señora.
—Estaba a punto de hacerlo cuando he encontrado este libro. Es tan apasionante que, la verdad, he olvidado un poco todo lo demás —confiesa el niño mientras hojea las páginas—. Mira todos estos dibujos. Son las obras que el abuelo ha hecho para las tribus más aisladas.
La abuela observa de reojo los dibujos que se sabe de memoria.
—Lo que veo, sobre todo, es que le interesaban más las tribus africanas que la suya propia —comenta con humor.


Arturo se ha centrado de nuevo en los dibujos.
—Mira éste. Excavó un pozo muy profundo e instaló todo un sistema con cañas para transportar el agua a más de un kilómetro.
—Es ingenioso, pero los romanos inventaron el sistema mucho antes que él. Se llamaba acueducto —le recuerda la abuela.
Ésa es una página de la historia de la que al parecer Arturo no tiene ninguna noticia.
—¿Los romanos? Nunca había oído hablar de esta tribu —comenta ingenuamente.
La abuela no puede evitar sonreír y aprovecha para pasarle la mano por los cabellos despeinados.
—Es una tribu muy antigua que vivía en Italia hace muchísimo tiempo —explica al pequeño—. El jefe se llamaba César.
—¿Como la ensalada? —le pregunta Arturo con interés.
—Sí, como la ensalada —le responde la abuela, sin dejar de sonreír—. Venga, ordena todo esto, tenemos que ir a la ciudad a hacer unas compras.
—Entonces, ¿hoy no hay ducha? —se alegra Arturo.
—No, al menos de momento. Ya te ducharás cuando volvamos. Venga, date prisa —le apremia la abuela.


Arturo ordena metódicamente los libros que ha esparcido mientras la abuela devuelve la máscara africana a su sitio. Es cierto que todas esas máscaras de guerreros con las que obsequiaron a su marido en señal de amistad tienen un porte altivo. La abuela las mira un instante y quizá rememora alguna de las aventuras que compartió con su esposo, ahora desaparecido.
La nostalgia la invade por unos segundos y lanza un hondo suspiro, largo como un recuerdo.
—¿Abuela? ¿Por qué se marchó el abuelo?
La frase resuena en medio del silencio y pilla a la abuela en plena nostalgia.
Mira a Arturo, que está frente al retrato del abuelo, en el que aparece con el casco y el atuendo colonial de rigor.
La abuela elige las palabras con cuidado, como hace siempre que la emoción la embarga. Se acerca a la ventana abierta y respira profundamente.
—Ya me gustaría saberlo —dice antes de cerrar la ventana. Se queda ahí un momento para observar el jardín a través de los cristales.
Un viejo enanito de jardín le sonríe, plantado con dignidad al pie de un roble imponente que domina el lugar.
¿Cuántos recuerdos habrá acumulado ese viejo roble en su vida?
Es probable que pudiera contar esta historia mejor que nadie, pero es la abuela quien habla:
—Pasaba mucho tiempo en su jardín, cerca de ese árbol que tanto le gustaba. Decía que tenía trescientos años más que él. Ese viejo roble debía de tener, por fuerza, muchas cosas que enseñarle.


Sin hacer ruido, Arturo ha apoyado un poco el trasero en el sillón y se deleita con la narración que empieza.
—Todavía puedo verlo, observando con su catalejo las estrellas durante toda la noche —explica la abuela con la voz más dulce—. La luna llena brillaba en el campo. Era... magnífico. Cuando estaba así, apasionado, agitado como una mariposa atraída por la luz, no me cansaba de mirarlo.
La abuela sonríe al revivir la escena. Luego, poco a poco, su buen humor se desvanece y se pone seria.



—Pero un día, al alba, el catalejo estaba ahí... Pero él había desaparecido. De eso hace casi cuatro años.
Arturo se asombra un poco.
—¿Desapareció sin avisar ni nada?
La abuela mueve despacio la cabeza.
—Debió de ser algo pero que muy importante para marcharse así, sin dejar ni una nota —suelta en tono ligero.
Da una palmadita, como se hace con una pompa de jabón para romper el hechizo.
—¡Venga! No, si al final aún llegaremos tarde. Corre, ponte la chaqueta.
Arturo se va corriendo alegremente hacia su habitación. Sólo los niños tienen esta capacidad de pasar con tanta facilidad de una emoción a otra, como si, al tener diez años, las cosas más pesadas en realidad carecieran de peso.
La abuela sonríe ante esta idea. A ella, en cambio, le resulta mucho más difícil olvidar el peso de las cosas y tarda al menos varios minutos.


La abuela se ha vuelto a poner el sombrero.
Cruza el jardín delantero y se dirige hacia el Chevrolet, una camioneta más fiel que una vieja mula.
Arturo se apresura a ponerse la chaqueta y rodea automáticamente el vehículo, como un buen pasajero.
Un paseo en esta astronave, digna de los pioneros del espacio, siempre es una aventura.
La abuela toca dos o tres botones y acciona la llave, que va más dura que el pomo de una puerta.
El motor tose, se acelera, y a continuación se bloquea, escupe y termina por arrancar.
Arturo adora el suave ronroneo del viejo motor diésel, que le recuerda mucho el ruido de una lavadora mal calzada.
Alfred, el perro, está muy lejos de todas estas consideraciones y, por consiguiente, también lejos de la camioneta. Todo este ruido inútil lo deja perplejo.
La abuela se dirige a él:
—¿Sería posible, si no te molesta, por supuesto, que me hicieras excepcionalmente un favor?
El perro yergue una oreja. Los favores suelen conllevar ciertas recompensas.
—¡Vigila la casa! —le ordena en tono autoritario.
El perro ladra, aunque no sabe muy bien qué acaba de aceptar.
—Gracias. Muy amable de tu parte —le responde educadamente la abuela.
Suelta el freno de mano, similar a una palanca de paso a nivel, y conduce la camioneta hacia la salida.
Se levanta una nube de polvo que pone de manifiesto la suave brisa que mece sin interrupción este paisaje encantador. Y el coche se aleja por la colina verde siguiendo la estrecha carretera que serpentea hacia la civilización.


El pueblo no es demasiado grande, pero sí muy agradable.
Casi todas las tiendas y comercios se hallan en la calle principal.
En el pueblo sólo se pueden comprar cosas útiles: cuando se vive tan lejos de todo, no hay lugar para lo superfluo.
La civilización todavía no ha golpeado con toda su fuerza este agradable lugar que parece haberse detenido de forma natural en el tiempo.
Y aunque ya han instalado las primeras farolas en la calle principal, aún se ven más vehículos tirados por caballos y bicicletas que automóviles.
Por eso la camioneta de la abuela es admirada como si se tratara de un Rolls. Acaba de aparcar frente a una tienda, sin ninguna duda la más importante del pueblo. Un letrero imponente luce con orgullo el nombre del propietario y su función:
«DAVIDO CORPORATION. Alimentación general.»
Esto significa que en ese comercio se vende casi de todo.
A Arturo le gusta mucho ir al supermercado, la única tienda que hace las veces de estación espacial en esta región casi medieval. Y, como él orbita en un Spútnik, todo eso tiene su lógica, aunque esa lógica sólo la entiendan los niños.
La abuela se arregla un poco antes de entrar en el edificio, sobre todo antes de cruzarse con Martín, el agente de policía.
Martín es un hombre de unos cuarenta años, bastante jovial y con los cabellos ya entrecanos. Tiene una mirada de cocker y una sonrisa que lo compensa todo.
El trabajo policial no es su fuerte, pero la fábrica le quedaba demasiado lejos de casa.


Martín se adelanta y abre la puerta a la abuela.
—Gracias, señor agente —le dice con amabilidad la abuela, en absoluto insensible a la cortesía masculina.
—De nada, señora Suchot. Es siempre un placer verla en la ciudad —le responde en tono vagamente seductor.
—Es siempre un placer verlo, señor agente —replica la abuela, muy contenta de entretenerse un poco.
—El placer es siempre mío, señora Suchot. Y le aseguro que por aquí los placeres no abundan.
—Le creo, señor agente —admite la abuela.
Martín da vueltas a la gorra entre las manos, como si eso fuera a ayudarle a entablar conversación.
—¿Necesita algo por allá arriba? ¿Está todo en orden?
—Sí. Mucho trabajo, pero así no nos aburrimos. Como siempre. Además, tengo al pequeño Arturo. Es una suerte que haya un hombre en casa —asegura, acariciando la pelambrera desordenada del pequeño.
Eso es algo que Arturo no soporta. Tiene la impresión de ser un renacuajo, un bufón.
Se aparta con un gesto inequívoco, lo cual incomoda a Martín.
—¿Y... el perro que le vendió mi hermano? ¿Le resulta útil?
—Ya lo creo. Es una auténtica fiera. Totalmente indomable —le confía la abuela—. Suerte que mi pequeño Arturo, que conoce perfectamente África, ha sabido dominarlo gracias a las técnicas de doma que le han enseñado unas tribus remotas que viven en el corazón de la selva —le cuenta—. El animal está ahora bien domado, aunque sabemos que la fiera sigue dormida en su interior. Y la verdad es que duerme mucho —añade con humor.
Martín está un poco desconcertado, sin saber dónde termina la realidad y dónde empieza la broma.
—Vaya, vaya... Me deja de piedra, señora Suchot —farfulla. Y a continuación se despide, aunque a regañadientes—: Bueno, pues... hasta luego, señora Suchot.
—Hasta luego, señor agente —le contesta amablemente la abuela.
Martín los observa mientras entran en el establecimiento y suelta con cuidado la puerta, como se suelta un suspiro.


Arturo tira con todas sus fuerzas para separar dos carritos metálicos, que al parecer están enamorados.
Se reune con su abuela, que ya se encuentra en uno de los cuatro pasillos con la lista de la compra en ristre.
Arturo desliza los pies por el suelo, el mejor modo de frenar el carrito.
Se acerca mucho a su abuela para que no le oigan.
—Dime, abuela, ¿no intentaba ligar contigo el policía? —le pregunta Arturo con descaro.
La abuela se asusta un poco, pero al menos no parece que nadie lo haya oído. Carraspea un momento mientras elige bien las palabras.
—¡Pero, Arturo! ¿De dónde has sacado este vocabulario? —se asombra.


—Bueno, es verdad, ¿no? Cuando te ve, camina como un pato y parece que se va a comer la gorra. Y señora Suchot por aquí, señora Suchot por allá...
—¡Basta, Arturo! —exclama con sequedad la abuela—. ¿Dónde están tus modales? No puedes hablar de la gente comparándola con un pato —dice, disgustada.
Arturo se encoge de hombros, poco convencido de su falta de educación, ya que lo único que ha hecho es decir una verdad. La misma verdad de siempre, la que los niños se inventan y que a menudo desbarata las nuestras.
La abuela recupera la compostura e intenta ofrecer una explicación para confrontar las dos verdades.
—Es amable conmigo, como lo son todas las personas del pueblo —aclara con seriedad—. Tu abuelo era muy querido aquí, porque ayudaba un poco a todo el mundo con sus inventos, como ya hacía en otros pueblos en África. Y desde que desapareció, la gente me ha apoyado mucho.


La conversación se pone seria. Arturo lo ha notado y ha dejado de gesticular.
—Y créeme, sin la amabilidad y la ayuda de mis vecinos, no habría podido soportar tanta pena —reconoce la abuela con humildad.
Arturo guarda silencio. Un niño de diez años no siempre sabe qué decir.
La abuela le acaricia la cabeza con cariño y le confía la lista de la compra.
—Toma. Hazlo tú. Ya sé que te divierte. Yo tengo que ir a buscar una cosa a la tienda de la señora Rosenberg. Si terminas antes que yo, me esperas en la caja.
Arturo asiente con la cabeza, encantado ante la idea de recorrer los pasillos a bordo de su nave de hierro.
—¿Puedo comprar pajitas? —pregunta con cara de niño bueno.
La abuela le dirige una enorme sonrisa.
—Sí, cariño. Todas las que quieras.
No hace falta nada más para que sea una mañana memorable.
La abuela cruza la calle principal sin olvidarse de mirar bien a derecha e izquierda, aunque no parece realmente indispensable, ya que apenas hay tráfico. Quizá sea un viejo reflejo de otra época, cuando ella y su marido recorrían las grandes capitales de Europa y África.
Entra en la pequeña ferretería de los Rosenberg, cuya campanilla de la entrada es todo un espectáculo.
La señora Rosenberg aparece como un muñeco de resorte que sale de su caja.
Hay que decir que hacía más de una hora que estaba pegada al escaparate, observando la calle a la espera de que llegara su amiga.
—¿No la ha seguido? —le pregunta de inmediato, demasiado nerviosa para dar los buenos días. La abuela echa un rápido vistazo de comprobación.
—Espero que no. Creo que no sospecha nada.
—¡Perfecto! ¡Perfecto! —exclama la ferretera, que se dirige a la trastienda.
Se inclina tras el imponente mostrador de cedro del Líbano y saca un paquete, metido en una bolsa de papel. Lo deposita con delicadeza sobre la vieja madera.
—Aquí lo tiene todo —le suelta la tendera con una sonrisa tan alegre que le da la apariencia de una chiquilla.
—Gracias, es usted un encanto. No sabe el favor que me ha hecho. ¿Qué le debo?
—¡Cómo se le ocurre! ¡Nada en absoluto! Ha sido un placer.
La abuela se queda de una pieza y sólo la buena educación la impulsa a insistir:
—Señora Rosenberg, es usted muy amable, pero no puedo aceptar.
La ferretera le contesta poniéndole el paquete en las manos.
—No insista y dese prisa antes de que empiece a sospechar.
Casi puede decirse que la está echando a la calle, pero de todas formas la abuela se detiene en la puerta.
—Esto es demasiado... y... Ni siquiera sé cómo darle las gracias —confiesa con cierta tristeza.
La ferretera le da unas palmaditas amistosas.
—Me ha permitido participar. Nada podría complacerme más.
Las dos mujeres mayores intercambian una sonrisa de complicidad. Hay que tener más de sesenta años para compartir esta clase de sonrisa sin echarse a llorar de inmediato.
—Venga, váyase —le suelta la ferretera—. Ah, y la espero mañana para que me lo cuente con todo lujo de detalles.
La abuela asiente con aire alegre.
—Sin falta. Hasta mañana.
—Hasta mañana —responde la tendera, antes de volver a su puesto de observación en el rincón del escaparate.
Ya en la calle, la abuela ha abierto la camioneta y ha ocultado el misterioso paquete bajo una vieja manta.
—¡Ay, qué nervios! —murmura la ferretera, dando unas palmaditas.


Cuando la abuela se reune con Arturo en la caja, el pequeño ya está a punto de vaciar el carrito sobre la pequeña cinta transportadora. Qué puede haber más divertido, en efecto, que jugar a trenes con los macarrones, el dentífrico, el azúcar, el champú y las manzanas.
La abuela lanza una mirada a la cajera, que parece estar al corriente de todo.
La joven con bata la tranquiliza con un gesto disimulado. Pasa un paquete de pajitas, como si nada.
—¿Lo has encontrado todo? —le pregunta la abuela.
—Sí, sí —le responde Arturo, concentrado en los cambios de vía.
Un segundo paquete de pajitas pasa por delante de las narices de la abuela.
—Tenía miedo de que no entendieras mi letra.
—No. Ningún problema. Y tú, ¿has encontrado lo que buscabas?
El pánico invade a la abuela. A veces, mentir a un niño es lo más difícil del mundo.
—Sí... Bueno, no. De hecho... es que aún no lo tienen. Puede que lo reciban la semana que viene —balbucea mientras llena, nerviosa, las primeras bolsas de la compra con paquetes de pajitas.
Preocupada por su mentira, no reacciona hasta el sexto paquete de cien pajitas:
—¿Arturo? Pero... ¿Qué piensas hacer con tantas pajitas?
—Me has dicho que podía comprar todas las que quisiera, ¿no?
—Sí, bueno... Era una forma de hablar —farfulla.
—¡Es el último! —asegura el pequeño para interrumpir la conversación y lograr que su atraco prospere. La abuela busca las palabras. La cajera adopta una expresión contrita, ya que no había recibido ninguna consigna concreta sobre la cuestión de las pajitas.
La vieja camioneta, más cansada aún que a la ida, termina aparcada cerca de la ventana de la cocina. Así les costará menos llevar los paquetes.
Arturo empieza a acumular las bolsas en el alféizar de la ventana.
Ayudar a su abuela es algo natural para nuestro héroe, pero hoy parece tener prisa por terminar. El deber lo reclama en otra parte.
La abuela ha captado el mensaje.
—No te preocupes, cariño. Ya lo haré yo. Ve a jugar mientras todavía haya luz.
Arturo no insiste: toma la bolsa llena de pajitas y se larga corriendo y ladrando. No, eso lo hace Alfred, que corre detrás de él para compartir su alegría.
Esta prisa no disgusta a la abuela, ya que así podrá sacar el paquete misterioso y esconderlo tranquilamente en el interior de la casa.


Arturo enciende el fluorescente, que crepita un poco antes de iluminar todo el garaje.
Como si se tratara de un ritual, el niño agarra un dardo cerca de la puerta y lo lanza hacia el otro extremo de la habitación. El proyectil da en el blanco.
—¡Sí! —exclama con un movimiento del brazo en señal de victoria.
Luego, se dirige hacia el banco, ocupado ampliamente por un trabajo.
Se trata de varias cañitas cortadas longitudinalmente con cuidado y en las que cada parte está llena de agujeritos.
Arturo rompe con entusiasmo la bolsa que contiene las pajitas y, a continuación, abre uno a uno los paquetes. Las hay de todas las clases, de todos los tamaños y de todos los colores.
Arturo duda al elegir la primera, como un cirujano vacilaría al escoger un bisturí.
Finalmente toma una e intenta encajarla en el primer agujerito de una de las cañas. El agujero es demasiado pequeño. No importa; Arturo saca de inmediato su navaja suiza y la aplica al interior del agujero. El segundo intento es un éxito rotundo y la pajita encaja a la perfección.
Arturo se vuelve hacia su perro, único testigo privilegiado de este instante memorable:
—Alfred, prepárate para admirar la mayor red de irrigación de toda la región —se enorgullece—. Más grande que la de César, más perfeccionada que la del abuelo... ¡Es la red Arturo!
Alfred bosteza de emoción.

Arturo, también conocido como el Constructor, cruza el jardín con la caña inmensa que contiene una decena de pajitas clavadas.
La abuela, ocupada aún en ordenar la compra, lo ve pasar desde las ventanas de la cocina.
Por un instante busca algo que decir, atónita ante lo que acaba de ver pasar, pero al final se limita a encogerse de hombros.
Arturo deposita con delicadeza la caña sobre unos pequeños trípodes preparados a tal efecto. A continuación, dispone todo el conjunto sobre una zanja cuidadosamente abierta.
En el fondo de la zanja, a intervalos regulares, crecen unos pequeños brotes verdes, comúnmente denominados rábanos.
Arturo corre hacia el garaje, agarra la manguera de riego y la desenrolla.
Ante la mirada inquieta de Alfred, más severa que la de un capataz, Arturo empalma la manguera de riego al extremo de la primera caña con plastilina, de todos los colores, por supuesto.
Después, desplaza la caña hasta que las pajitas quedan situadas encima de cada brote.
—Éste es el momento más delicado, Alfred. El sistema debe encajar al milímetro, de lo contrario corre el riesgo de provocar inundación o la destrucción total de la cosecha —afirma en voz baja, como si manipulara explosivos.
A Alfred le importan un rábano los rábanos y vuelve con la vieja pelota de tenis, que cae de lleno sobre un brote tierno.
—¡Alfred! ¡Ahora no! —exige Arturo—. Además, aquí no puede haber personal ajeno a la obra —añade antes de tomar la pelota y enviarla lo más lejos posible.
Evidentemente, Alfred cree que el juego acaba de empezar y sale zumbando en persecución de su presa imaginaria.
Arturo ha terminado los preparativos y corre hasta el grifo, adosado a la pared del garaje.
El perro vuelve con la pelota en la boca, pero su amo ha desaparecido.
Arturo pone la mano sobre el grifo y lo abre con reverencia.
—¡Para mayor gloria de Dios! —exclama, y echa a correr a lo largo de la manguera para llegar antes que el chorrito de agua.
En su carrera, se cruza con el perro, que va a su encuentro.
Alfred parece totalmente confundido ante esta nueva variante del juego.
Arturo se lanza al suelo y sigue a gatas el chorrito de agua que se vierte en la caña, rebota con suavidad en las paredes de madera y se va introduciendo en cada una de las pajitas.
Cada brote de rábano queda así agradablemente bañado.
Alfred deja la pelota, muy intrigado por esta máquina que hace pipí sobre todas las flores.
—¡Hurra! —grita Arturo, que agarra la pata delantera de su perro para felicitarlo.
—¡Bravo! ¡Felicidades! Es una obra notable que pasará a la historia, se lo aseguro —se felicita él mismo, dotando de palabra a su perro.
La abuela aparece en la escalera, con un delantal alrededor de la cintura.
—¿Arturo? ¡Al teléfono! —lo llama a gritos, como es su costumbre. Arturo suelta la pata del perro.
—Discúlpeme. Seguramente es el presidente de la Compañía de Aguas que me llama para felicitarme. Enseguida regreso con usted.


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